Hace catorce años escribí una novela que se llama Payasos en la lavadora. Ahora se vuelve a editar, y eso me ha dado la oportunidad de releerla. Todo ha cambiado mucho. Ya no hay pesetas, y no sabéis cómo las echo de menos. Me da la impresión que las cosas han perdido su valor. Las ideas parece que también se han devaluado, ya nadie cree en nada que no se pueda traducir en euros. Yo me incluyo. Yo no soy yo, soy más hipócrita, más cínico, peor persona. Antes no tenía miedo de hablar, esa novela lo acredita. Ahora me aterra opinar. Probablemente por ignorancia, pero sobre todo por cobardía. La corrección política consiste en hablar sin decir nada, no vaya a ser que haya represalias. Es importante que no se entienda lo que dices, pero es esencial que tus palabras parezcan verdades como puños.
La novela transcurre en Bilbao, y tampoco es el mismo. Por la noche el cielo se teñía de rojo como en el infierno, porque en Altos Hornos se hacía la colada del metal fundido. La margen izquierda ardía en llamas, cubierta por gigantescas columnas de fuego que harían palidecer a la ciudad de los Los Ángeles del año 2016. Como en un ritual primigenio infame, brindábamos por el diablo con nuestros katxis de kalimotxo en las manos, durante la semana Grande. Quemar un cajero o tumbar un autobús en medio de la calle se creían deportes populares, la ría parecía chocolate caliente. Recuerdo Bilbao como un Berlín en ruinas tras la guerra, acribillado de agujeros por las obras del metro.
Ahora Bilbao es una maravillosa ciudad residencial. Puppy, el enorme foxterrier hecho de flores reina en la villa, y el Guggenheim brilla resplandeciente sobre los turistas. Cuando yo iba a la universidad teníamos que esquivar los tornillos que silbaban a nuestro alrededor. El puente de Deusto dividía la batalla entre Euskalduna y la policía. Coleccionábamos pelotas de goma. Todo eso parece que no ha ocurrido. La geografía es distinta. Las grúas son piezas de museo, las parejas pasean carritos de niño donde antes se amontonaba la escoria.
Payasos en la lavadora la concebí después de El dia de la Bestia y antes de Perdita Durango, en un período particularmente abrupto de mi vida, inmerso en un estado alterado de conciencia y abrumado por el mundo que giraba a mi alrededor, como en un maelström inabarcable. Así me sentía, como un payaso girando y girando en el interior una diabólica máquina colosal, un instrumento de tortura que pretendía limpiar mi alma de sus manchas, de su extraño pecado original.
Desgraciadamente siento que los colores de nuestro traje de payaso no se han perdido tras la colada, siguen vivos, relucientes como Puppy, gracias al esfuerzo de muchos. Pero las manchas no se van, no conseguimos limpiar los lamparones de dolor y angustia que ensucian nuestra camisa. La mentira sigue instalada en el lenguaje cómodamente, y no podemos desenchufar la maldita lavadora, no somos capaces de sentarnos un momento y hablar con sensatez. Sólo podemos emborracharnos y olvidar, hundirnos en la comedia infernal de la semana grande, como el protagonista de la novela, y brindar por el caos, intentando que nuestras carcajadas tapen el sordo y grave sonido de esa lavadora satánica que no para de dar vueltas y vueltas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario